El recuerdo de una noche violenta

11_Apr_2013_19_52_02_andy-cherniavsky

Año 1987. Estoy al ras del piso, contra el paredón de la tribuna popular de la cancha de Ferro Carril Oeste. Es el segundo concierto que vino a dar The Cure. Llevo el pelo cortado a cuchillo, endurecido, erecto, por el efecto mágico del jabón blanco.

Una musculosa negra desteñida superpuesta a una remera blanca (“The Clash aux stadium”, dice), jeans deshilachados desde los bolsillos a la botamanga, borceguíes militares, un candado como collar. Fui a parar al piso gracias a la puntería de un esbirro de la policía montada que acertó su machete contra uno de mis hombros. Enjaulado, luego, en el camión celular que iba a trasladarnos a la comisaría 13 (el plural es por los ocasionales compañeros de razzia), escuché los acordes dramáticos del la canción “A Night Like This” (Una noche como esta). Nunca tan oportunos.

Año 2013. Perspectiva aérea. Desde la platea Belgrano del estadio Monumental de River Plate observo cómodo la miniatura de The Cure sobre el escenario. Las pantallas de video proyectan, agigantan, la carota de mármol de Robert Smith que canta la evanescente “Charlote Sometimes” como en un sueño. Estiro las piernas contra las butacas de la fila inferior igual que en un cine vacío. Hay algo que se cierra, inexplicablemente, sin que lo esté pensando. Como un alma en pena que quedó orbitando en la estratósfera y volvió para cumplir su condena. Alivio, eso es lo que parece sentirse arriba y abajo del escenario.

Otra policía. The Cure tardó veintiséis años en volver a Buenos Aires. Entre la primera y accidentada visita cambiaron el siglo, la democracia argentina y, aún, la policía (un poco). La salida masiva del estadio de River es tan mansa que podría confundirse con un espectáculo de Disney si no fuera por el alarido de los vendedores ambulantes que conforman una opereta bizarra, con sopranos y tenores repartidos a lo largo de la avenida Udaondo. No hay esta vez policía montada ni corridas ni botellas rotas ni perros muertos ni rastros de sangre en el asfalto. Hay gente que pregunta como llegar a las barrancas de Belgrano y policías que, serviciales, explican el camino. Poco ha quedado en pie de aquella especie de carnaval underground que daba vueltas a la cancha de Ferro Carril Oeste. Cuesta encontrar en la marea humana algún vestigio del gótico post-punk que llegó a mitad de los ochenta de la mano de The Cure, Echo & The Bunnymen, y Siouxsie & The Banshees. Música inglesa de inspiración siniestra y sombría que era consumida mayormente en discos importados de Brasil.

El que no ha cambiado en todo este tiempo es Robert Smith, el alma de una muñeca antigua atrapada en un hombre de cincuenta y tres años. Condenado a representar su papel ad eternum, ha logrado, a partir de esa persistencia estética, cruzar la barrera generacional. Ya en los tempranos 2000 los fans porteños del grupo, que apenas gateaban cuando los shows del 87, juntaron firmas y marcharon pidiendo el regreso del grupo al país. Porque aquella vez el concierto, el segundo sobre todo, terminó tan mal que Smith juró que no volvería a pisar Argentina. Más aún, la fecha que Echo & The Bunnymen tenía programada dos meses después, en el otoño de aquel año, fue levantada rápidamente. El rumor de una ciudad violenta corría como pólvora entre los managers europeos.

Echo & The Bunnymen vino luego a fines de los noventa y resultó una caricatura patética. Ahora The Cure, con apenas dos de sus miembros originales (Smith, claro, y el fundamental bajista Simon Gallup), reunió el doble de público que en el 87 y tocó, casi sin descanso, tres horas y media. Si bien la máquina creativa de Smith se detuvo hacia 1992 con el álbum Wish, el repaso en vivo por las gemas de pop somnoliento y dinamismo after punk se impone contundente a la necesaria exposición de nuevo material que, salvo los fans acérrimos y acríticos, nadie quiere escuchar (el último disco salió hace cinco años).

Hasta el clima ha cambiado de aquella primera vez. En River hizo un frío adecuado al estilo del grupo; en Ferro, el calor de febrero fogoneaba el desafío y la represión. El comienzo en River, con ese cielo titilante, tuvo el efecto de una reparadora siesta polar: tan encandilador. Cuando tocan “Pictures of You” o la sensual “Lullaby” se hace patente la concurrencia de texturas oníricas. Las guitarras en cascada, la omnipresencia del bajo, las líneas minimalistas y vaporosas de los sintetizadores, la batería sádicamente fija, sin posibilidad de escape. Todo eso configura un flujo sedante que atraviesa la noche como un misil de morfina.

La cura por hipnosis, al fin, funciona.

La tecnología en una época. The Cure, además de una patología adolescente hecha estética, es un sonido. Y aún cuando esté ligeramente datado en los años ochenta y los primeros noventa, consigue afirmarse en el presente. Cuando Simon Gallup anuncia, amaga, las notas básicas de “A Forest” (que en los garajes de Buenos Aires había que aprenderse como se hacía antes con “Smoke on the Water” de Deep Purple) quien ha consumido esta música en tiempo real (no en el modo shuffle del ipod) no puede evitar una inmersión en aquella noche de los 80 que, a peligros como aquel de Ferro, yuxtaponía intensas excursiones estéticas de aventura.

Es curioso pensar cómo la tecnología de una época define además su sonido y, a la larga, el sentimiento que de éste se desprende. Lo primero que se reconoce en ese bajo que parte como un tren (esa síncopa) es el efecto amorfo del chorus. Inmediatamente la guitarra de Smith agrega un tornado módico provocado por el paso de la señal eléctrica a través del flanger. Esos efectos a pedal, creados por osciladores que regulan y desvían el flujo eléctrico como represas, están en la médula del sonido y la idea de The Cure. Si la tecnología llegó a tiempo para una idea artística que ya estaba incubada, o si esa idea se disparó a partir de un desarrollo técnico, es una larga discusión.

Lo cierto es que la deformación que esos efectos introducen en el bajo y la guitarra de The Cure se corresponden con dos aspectos fundamentales de la idea de Robert Smith. Por un lado, la introversión. Como guitarrista, Smith es el anti-Hendrix. Sus escalas semejan soliloquios contenidos, un estado de angustia encadenado. Si el wah wah le daba a Hendrix la posibilidad de “hacer hablar a la guitarra”, y su pathos era pura expansión, en Smith todo se comprime y la guitarra no habla ni llora (Harrison-Clapton) sino que murmura.

Por otro lado, el maquillaje. Si los efectos maquillan el sonido puro de los instrumentos eléctricos hasta volverlos una especie de turbulencia, los músicos encolumnados detrás de Smith mantienen un aspecto de museo de cera. La blancura extrema de Smith y la sombra de mapache de sus ojos nunca nos dejan llegar al rostro. Hay algo intermedio: su máscara artística. El sonido es definitivamente una metáfora de la idea de The Cure.

Lo que dice Simon Gallup con su bajo, en cuya monotonía densa palpita un resabio atávico de la Revolución Industrial, acaso sea la traducción al lenguaje de lo inefable de lo que canta Robert Smith. “Oigo tu voz… llamando mi nombre… profundo… oscuro”.

En ese mantra está casi todo lo que define el mundo simbólico que orbita en torno a The Cure, la obra maestra de un Hikikomori (los jóvenes japoneses recluídos en sus dormitorios) inglés.

En River sonó casi completa y diáfana la recopilación de simples Standing on a Beach: The Singles 1978-1986. Porque fue precisamente entre 1979 y 1986 que Smith dibujó el plano del cuarto propio que terminó de edificar entre los magníficos álbumes Disintegration (1989) y Wish (1992). Ese cuarto oscuro ha resultado modélico para millones en el mundo que pueden espiarlo a través de los discos y de los shows en vivo.

Cruce de significados. Vuelve a la memoria la violencia de 1987, lo que genera un abrumador contraste con esta platea cómoda, adulta, acicateada por las radios de clásicos. Este público de show internacional que paga muy caro su lugar parece movido solo por los hits y algún destello de nostalgia de discoteca. Muy distintos de aquellos treinta o cuarenta jóvenes que no pasaban los 25 años, arrinconados en una celda de la Policía Federal. Había heavies del oeste bonaerense de rigurosas tachas y cuero negro; barrabravas de Lanús y Boca Juniors; un skinhead perdido; varios punks; un muchacho de mirada perdida y pelo por la cintura al que llamaban “Cristo”; y otro, con claras señales de deterioro mental. También había algunas chicas.

1987

La población circunstancial de aquella celda permite, a la distancia, una observación clínica de los síntomas que explotaron en Ferro Carril. Desde 1982 la homogeneidad post Woodstock del público de rock argentino se fragmentó en eso que la sociología urbana llama “tribus”, y que nadie caracterizó mejor que el inglés Dick Hebidge en su libro Revolt Through Style (La revuelta a través del estilo). Un repaso por esa fila de chicos a los que un fiero guardián escudriñaba con detenimiento sádico en la comisaría 13 podría resultar un festival semiótico por la cantidad de signos acumulados en maquillaje, accesorios y actitud.

Además de que corrió el rumor de que la cancha de Ferro era fácil para colarse (movilizó a una porción importante del lumpenaje), lo que estalló con la venida de The Cure fue ese cruce de significados. Como si las escaramuzas de fin de semana del underground (heavies contra punks; punks contra skinheads; stones contra punks; heavies y skinheads contra darks y new romantics) hubieran salido a la superficie en este oportuno campo de batalla. Si Queen en 1980 aglutinó a todo el público que heredaba todavía el “paz&amor” del larguísimo poshippismo argentino, y The Police pasó casi inadvertido, a The Cure, ya en democracia, le tocó ser el emblema de una Buenos Aires que se atrevía a hacer de la noche un teatro de shock y que, sobre todo, volvía con resentimiento sobre cualquier atisbo de autoridad.

Anomalía suelta. Cuando en 1987 crucé las vías del Ferro Carril Oeste tuve un instante de duda. Duró poco. La excitación de seguir a una turba esperpéntica pudo más, daba sentido de pertenencia a esa patria clandestina que ventilaban las páginas de la revista Cerdos & Peces. Alguien gritó “¡Para allá!” y el ejército de sombras se movió presuroso hacia la zona de las plateas bajas donde solo había que hacerse ayudar para trepar el muro de ladrillos. La emboscada de la policía montada, cuya ferocidad ya había experimentado de niño en la cancha de Boca Juniors, fue perfecta. Como si nos hubieran enlazado en una montonera terminamos todos contra la pared. Algunos caían, a otros los hacían parar para darles de nuevo en las rodillas y doblegarlos.

El agravio recurrente era “maricas” , y la pregunta se volvía sistemática. “¿Qué es ese arito? ¿Por qué tiene un alfiler de gancho en el pantalón? ¿Le gusta pintarse?”

Era eso. La Policía era tanto una fuerza de represión como una especie de comando hermenéutico. ¿Por qué todos estos tipos están disfrazados esta noche? ¿Y de qué? No había interpretación posible excepto el símbolo del encierro. Demasiada anomalía suelta en una sola manzana de Buenos Aires.

Como la gente en la platea en 2013, que va a ver un espectáculo internacional con menor o mayor nostalgia, los que empezábamos a conocernos en la celda en 1987 llegábamos a la conclusión de que no era tanto The Cure lo que nos había movido hasta Ferro sino la idea de que “iba a pasar algo”. No un gran espectáculo con pantallas de video y escenografía (aunque The Cure solo trabaja con luces y un fondo de video alegórico y por momentos kitsch) sino un momento en la historia. Y al final, esa expresión del underground porteño terminó siendo el Ezeiza (la batalla por el regreso de Perón en 1973) del rock de los 80. Un líder (Robert Smith) incapaz de manejar el pandemonium y que, a pesar de estar en el escenario, parecía seguir en el avión que lo había traído desde Londres. Había tres facciones en pugna dentro de la cancha: la guardia estética del postpunk, el inexplicable río de barrabravas dispuestos al saqueo, y la policía. La segunda noche terminó en un espectáculo dantesco cuyo símbolo mayor acaso haya sido ese perro de policía muerto a palos por una fracción temeraria del público.

La primera noche de 1987, a la que había concurrido con entrada, la mirada de Robert Smith parecía perdida en una visión apocalíptica. Entre los más informados circulaba el rumor de que su catering estaba compuesto de vodka y LSD. Como fuera, Smith estaba viendo el futuro, que era la noche inmediatamente posterior. Una noche que para mí duró dos días casi completos, justificada en la figura legal de “resistencia a la autoridad y desorden en la vía pública” . Dos años después los cargos se retiraron y varios policías del operativo fueron sancionados. No solo por los palos sino porque mantenían vigente el ejercicio de la tortura psíquica, con este ritual: un preso era separado del resto para “declarar”; se escuchaban gritos y golpes metálicos contra una mesa; no le pegaban pero lo obligaban a gritar por encima del ruido de la chapa para que el resto entrara en pánico. Temblar, eso.

Magdalena envenenada. Escuchar a The Cure ya no fue igual después de aquella experiencia desgraciada. Sobre todo el tema “A Night Like This”, del álbum The Head on the Door, el pasaporte de Smith a la música mainstream (o casi). Quedó para mí un efecto proustiano de magdalena envenenada. Mucho de lo que The Cure tocó en River, con un Smith inspirado y pleno en su raro caracter soul (esa sensualidad felina arraigada en el revival del Northern Soul de principios de los 70), fue un pasaporte conmovedor a los días de la batalla estética, aunque siempre funcionó en tiempo presente.

A medida que pasaba el concierto sentía un extraño regocijo que basculaba entre la eficacia de la música y algo que se nos volvió imperceptible: la libertad. Era necesario que The Cure volviera para que los que estuvimos en tiempo y forma pudiéramos hacer las paces con un momento muy especial de Buenos Aires. Hay quienes dicen que Smith lloró esta vez. Da igual. Para él también debió haber sido un viaje en el tiempo. Solo que esta vez el horizonte le devolvía encendedores como velas, en lugar de fogatas de tablones.

Valió la pena escuchar especialmente algunas canciones: “Charlotte Sometimes”, “In Between Days”, “Lullaby”, “Push”, “A Forest”. Pero sobre todo “A Night Like This”, para intentar sacarme de encima aquellos bastonazos. Y no. El exorcismo no pudo ser. Seguirá siendo la banda de sonido de mis (casi) cuarenta y ocho horas en la cárcel. Acaso deba escucharlos para siempre así: pegando la cara contra un camión tan blindado como esa habitación imaginaria en la que vive la idea artística de Robert Smith.

Gente en llamas

argentina

Jeff Apter

Si [Robert] Smith necesitaba una prueba del tamaño que había tomado The Cure, de todo lo que habían crecido como trío post-punk salido de los suburbios de Crawley, quedó en evidencia durante su primera gira sudamericana. Los signos eran evidentes desde el momento en que el jumbo de Aerolíneas se posó en la pista de aterrizaje en Buenos Aires, el 15 de marzo [de 1987]. En lugar del típico engorro de migraciones, esperas del equipaje y amontonamientos en la van que lo llevara al hotel, la banda y [el manager Chris] Parry recibieron un tratamiento propio de los Beatles, conducidos hacia un auto por una puerta lateral y seguidos durante todo el camino a la ciudad por lo que Smith describiría como “una bizarra caravana de autos con las bocinas sonando, gritos y saludos”. Cuando llegaron, ya había unos 500 fanáticos, tal vez más, acampados en la calle frente a las torres Sheraton, incluidos miembros del “Bananafishbones Club”, lo más cercano a un club oficial de fans que tenían allí estas renuentes estrellas de rock.

El alboroto se intensificó con el primer show la noche del martes. Allí había, como dijo Smith eufemísticamente, cierta “confusión” respecto a la venta de entradas: se habían vendido 19.000 para un predio con capacidad para 17.000. Se suscitó un disturbio a gran escala: patrulleros destrozados, varios perros de la policía asesinados -incluso un vendedor de frankurters murió de un ataque al corazón-y todo antes de que la banda siquiera subiera al escenario. “Por casi dos horas tocamos en medio de un disturbio ensordecedor, antes de salir rajando, a los gritos, hacia al auto que nos sacaría de ahí”, apunta Smith.

A la siguiente noche, cuando la banda comenzó a tocar la temperatura llegaba a los 38 grados. En lugar de un refuerzo de la seguridad y de barricadas más altas al borde del escenario, tuvo lugar otro motín. (Smith jura que vio a “varios hombres uniformados prendidos fuego”.) La multitud se expresó arrojando al escenario cualquier cosa que tuviera a mano: monedas, botellas, lo que fuera. El primer golpeado fue [el guitarrista Porl] Thompson, pero Smith se llevó la peor parte al ser impactado en pleno rostro por una botella de Coca-Cola durante “10:15 Saturday Night”. El resto de los temas fue un aporreo punk, tocado tan rápido como les fue posible. “El exterior del estadio”, recuerda Smith, mientras se alejaban del absoluto caos, “no era muy distinto del centro de Beirut”.

(Never Enough, The Story of The Cure)

© Fernando García

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